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Tiempo para morir

“…En primavera da aroma el rosal. Pero ¿en qué tiempo da fuerza el dolor? en el silencio”


Jaime Torres Bodet


(en abril, jardín)


Desde la declaración de la pandemia por el coronavirus Covid-19 decidí no regresar al hospital. Dediqué veintitrés años de mi vida al ejercicio público de la medicina, diecisiete de los cuales fueron ejerciendo la jefatura del servicio de anatomía patológica de un hospital especializado en enfermedades respiratorias.


Como tantos otros colegas, fui protagonista y testigo de excepción del deterioro y venida a menos de los centros sanitarios en mi país, sumergido hasta el cuello en lo que se denominó Emergencia Humanitaria Compleja. Fui cómplice de la debacle porque a veces financiaba con mi dinero los gastos menores de papelería e insumos, usaba mi carro para trasladar las muestras que debían ser procesadas y me conformaba con escribir informe, tras informe exigiendo a mis superiores respuestas y soluciones que se escapaban de sus manos, porque las decisiones estaban centralizadas.


Y aunque también participé en protestas de calle acompañando a colegas y estudiantes para visibilizar la problemática sanitaria que atravesábamos, la muerte de mi hermana menor y la enfermedad de mi madre, se sumaron a la desidia sembrada como una peste en mi alma, por lo que, apartada del servicio público, me refugié en la docencia y el ejercicio privado de la profesión.

Hoy día, si bien me encuentro alejada de los avatares hospitalarios, no puedo negar que la pandemia ha golpeado al personal que trabaja en los centros asistenciales con una fuerza indescriptible.


Ya en septiembre de dos mil veinte, Carissa F Etienne, Directora de la OPS reconocía que la mayor cantidad de trabajadores de la salud infectados en el mundo se concentraba en la Región de las Américas.


Para el 27 de marzo de 2021, según el Repositorio de datos COVID-19 del Centro de Ciencia e Ingeniería de Sistemas (CSSE) de la Universidad Johns Hopkins, sólo en Venezuela habían fallecido mil quinientas cincuenta y cinco personas, de las cuales, según la organización Médicos Unidos de Venezuela, casi cuatrocientos casos correspondían a galenos.

La falta de insumos y equipos de protección aunado a la destrucción sistemática de la infraestructura de nuestros centros de salud y el déficit de médicos producto de la migración forzada de personal calificado, ha obligado a los galenos activos que aún permanecen en el país, a redoblar sus esfuerzos y “cerrar filas” para combatir al SARS-CoV2, lo que explica, al menos en parte, la elevada mortalidad en nuestro gremio.

He llorado y rezado por el alma de los médicos y personal sanitario que ha fallecido encarando al enemigo, pero también me he hermanado con las sensibles pérdidas de aquellas familias alcanzadas por la ausencia de sus seres queridos, y aunque la tristeza y la desesperación me acorralan de cuando en vez, seguiré luchando, desde los espacios que he venido construyendo, por el presente de cara al futuro.


Julio Cortázar escribió: “la esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”, y yo lo suscribo.


 

Mi nombre es Elsie Picott. Soy médico cirujano, especialista en anatomía patológica, docente universitaria, escritora, activista defensora de los Derechos Humanos (DDHH) y presidenta de Hominem (Asociación Civil Sin Fines de Lucro cuyo propósito es la redignificación de los estudiantes de medicina).


@escritosdelasaladeautopsia

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