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Mi primera historia de amor

Desde pequeña siempre tuve una opinión muy formada acerca de mi, no me gustaba mi nariz, no me gustaban mis pestañas, no me gustaban mis codos, no me gustaba mi estatura, no me gustaba mi contextura, no me gustaba prácticamente nada… lo que me gustaba era la relación de amistad y amor con mi hermano… pareciera que no tiene nada que ver, pero prometo que sí.

Al ir creciendo me di cuenta que amaba vestirme como él lo hacía, me comportaba mucho como él lo hacía y por más que mi mamá se esforzaba en enseñarme a ser “una señorita” (bajo estándares sociales preestablecidos, pero eso es otro tema) no lograba “adoctrinarme” porque eran más fuerte mis ganas de parecerme a mi “role model” que a lo que ella quería que yo fuera, así que… a la edad de 6 años aproximadamente le di la bienvenida a mi primera disyuntiva de identidad.

Quiero aclarar que esto no tiene nada que ver con identidad de género, yo amaba y amo ser mujer, solo que me estaba dando cuenta que era una niña diferente.

Me gustaban las Barbies, pero siempre les mordía el pie, nunca estaban peinadas y aparentemente (según lo que recuerdo) estaban sin ropa. Jamás les prestaba atención. Mis horas de juego ocurrían en el patio de mi casa, imaginando y recreando con mi hermano juegos físicos que me hacían llorar al final de la tarde.

Un día, sentí una bala que me atravesó por la espalda, desprevenida y sin aviso… mi hermano creció y comenzó a tener otros amigos. Mi mundo se apagó.

No había hora que no llorara extrañando a mi compañero de aventuras, no tenía qué hacer, es tan confusa esa época en mi cabeza que solo recuerdo llorar porque me sentía sola, desamparada… rechazada. Mi “role model” se había ido y solo me había dejado un par de camisas y unos jeans.

Así que la confusión de identidad ahora tenía una mentira: eres fea y no te quieren aunque te esforzaste.

Al pasar los años, naturalemente comencé a tener amigas y amigos, a crear mi propio círculo y sentirme atraída por el sexo opuesto. A maquillarme, a sentirme “linda” (cuando me arreglaba) y a tratar de ser lo más genuina posible. Si algo me gustaba lo decía, si algo no me gustaba lo decía también y todo marchaba normal. Para hacer el cuento corto, no fue si no hasta los 30 años que me di cuenta que no me amaba. Me toleraba, me aceptaba, pero no me amaba. Tenía una identidad distorsionada por el miedo al rechazo. Me di cuenta que aunque me sentí siempre yo misma, vivía para “gustar”, para agradarle a la gente, para hacer un buen performance de mis talentos y virtudes, para tratar de no darle quejas a la gente de quién era yo, así evitaba que me dejaran con un par de camisas y unos jeanes.

Dios me llevó al desierto de la soledad para hablarme de mi misma. Comenzó con un desamor que pronto se convertiría en el taller de mi identidad. Primero, reforzó su paternidad; si sabemos quién es el que nos creó y nos ama con amor incorruptible, sabremos a quién pertenecemos. Segundo, me dio nombre: hija amada. Tercero, fortaleció las virtudes que me hacen única e irreemplazable. Cuarto, me hizo disfrutar de mis desvirtudes porque éstas forman parte de mi esencia, no como alguien que no esté dispuesta a mejorar, sino como alguien que reconoce lo incorrecto y tiene gracia en su proceso de cambio, dando como resultado el aceptar lo incorrecto y tener gracia en el proceso de cambio de los demás.

Me enseñó a que amarme profundamente es tener el derecho de decir sí o no según mi paz. No según lo que me provoca, sino según mi paz, y esto está bien. Amarme es aceptar las temporadas que él ha traído a mi vida y disfrutar los frutos deliciosos de la adversidad (como diría Shakespeare). Es reconocer que puedo agradarle a algunos y a otros no, y eso también está bien porque lo que ellos opinen de mi (cualquiera de las dos opciones) no es lo que me define.

Aprendí a que mi físico tampoco me define; si soy linda o soy fea debe determinarlo mi manera de pensar, mi manera de moverme en la vida, mi trato hacia los demás. La belleza no se mide por cánones sociales, se mide en cuán humanos somos, cuán empáticos somos y cuánto traemos de verdad a este mundo.

En resumidas cuentas, creo que el primer paso hacia el amor propio es la definición de nuestra identidad. De dónde venimos, quiénes somos y a dónde vamos. Un lápiz y un papel pueden ayudarnos un montón en este momento de introspección.

Quiero decirles que amo a mi hermano, no fue que mi conflicto interno me haya hecho rechazarlo. Nuestro tiempo de amistad continuó a otro nivel, ahora somos dos personas maduras, independientes y enfocadas en seguirse riendo de las mismas tonterías de antes.

 

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