Carta abierta de una madre indignada
Hace unos días vi en las redes sociales un post de una madre que perdió a su niño prematuro después del paso del Huracán María. Sentí indignación y tristeza, pues recordé lo que mi familia y yo vivimos por dos meses. Sentí rabia, porque mientras puertorriqueños como esta madre carecieron o recibieron servicios insatisfactorios, nuestros políticos se burlan de los muertos de María y se reparten millones.
Yo también soy madre de un niño prematuro. A las 32 semanas de gestación me hicieron una cesárea de emergencia, pues había perdido todo el líquido amniótico y los latidos de mi bebé bajaban. A las pocas horas de nacido, tuvo que ser trasladado de un hospital a otro. Mi niño necesitó oxígeno por varios días pues sus pulmones no estaban listos. Comió a través de tubos. Recibió transfusiones de sangre.
Ser padres de un bebé prematuro no es fácil. Ver a un hijo luchando por su vida es una experiencia por la que ningún padre debería pasar. Los días que vivimos fueron fuertes, pero por un hijo uno da la vida.
El peor de los días llegó cuando recibimos la noticia de que nuestro bebé tenía retinopatía del prematuro. Nos informaron que, si no lo operaban o le daban terapia con láser, se le desprendería la retina del ojo y quedaría ciego. El miedo que sentimos fue compuesto. No solo la visión de nuestro pequeño estaba en peligro, sino que tendríamos que trasladarlo del hospital privado en el que se encontraba a un hospital público, el Hospital Pediátrico en Centro Médico.
Confieso, que desafortunadamente muchas veces mi confianza en la capacidad del sistema público—no solo de salud, sino en general—no ha sido la mejor. Sin embargo, nuestra prioridad era ver a nuestro hijo bien. Lo trasladamos con la genuina fe y esperanza de que todo estaría bien.
Más allá de la condición de salud de mi hijo, las carencias que experimentamos en el Pediátrico fueron traumáticas. No había pañales para prematuros, bobos, ni sábanas. Solo había un tipo de fórmula. Un día se terminaron las batas desechables y no sabían cuando llegarían. Sin estas batas no podíamos entrar a ver a nuestro hijo. En una ocasión, tuvieron que cancelar el tratamiento de la retina de mi bebé porque había una epidemia de una bacteria en las salas de operaciones del hospital.
Todo esto sucedió un año antes de María, así es que no me puedo imaginar lo que vivieron los padres y madres de bebés prematuros luego del paso del huracán.
Como madre y puertorriqueña, me duele e indigna ver como los gobiernos se roban hasta los clavos de la cruz, mientras ejemplos como los que acabo de dar continúan pasando.
¿Por qué si recibimos fondos para mejorar nuestros servicios públicos, los ciudadanos no parecemos ver los resultados de esas inversiones? ¿Por qué nuestros niños prematuros—los seres más vulnerables de nuestra sociedad—tienen que carecer de pañales y alimento? ¿Por qué tienen que fracasar nuestras escuelas públicas? ¿Por qué nuestros doctores, maestros, policías, en fin, nuestros ciudadanos tienen que salir corriendo de nuestro país?
Los arrestos por corrupción recientes, el Telegram Gate, la renuncia del gobernador y el juego a la sillita por la posición de gobernador demuestran precisamente porqué muchos puertorriqueños—al igual que yo cuando llego la hora de trasladar a mi hijo a un hospital público—desconfían de los servicios y los servidores públicos del país.
Lo menos que el pueblo espera es dignidad, honestidad y credibilidad. Lo menos que esperamos es que usen su poder para ayudar a nuestro país genuinamente. Lo menos que espera una madre como yo es que no hagan que la lucha que mi hijo dio por su vida y por su salud sea en vano. Es que luchen para que cuando él sea un hombre, se sienta orgulloso de haber nacido en la tierra en que nació.
Por: Marla B. Alonso Feliú, Publicista profesional y comunicadora.