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¿Intento o aventura?


Tenía como ocho o nueve años y mi mamá, mi adorada Fela, me había puesto la tarea de fregar los trastes del desayuno. Recuerdo que estaba parada encima de una lata de galletas para poder alcanzar el fregadero. Este era una pileta de metal que sobresalía por una ventana hasta alcanzar una pluma (grifo) de agua. Ese día, mientras fregaba pensaba cómo sería, en dónde estaría y qué haría en el año 2000. ¿Por qué ese año? Me imagino que lo escogí porque era el comienzo de un nuevo siglo. Saqué cuenta de cuántos años tendría. UUUAAAAUUUU!! Cuarentiseis años! Tal vez estaría casada, con hijos, con un marido (mi príncipe azul); quizás sería secretaria como una de mis tías y posiblemente viviría en una casa de cemento como la que vivía mi abuelita Gabina. En ese momento, vivíamos en una casita de madera, viejísima y muy deteriorada y en donde se podían escuchar cientos de ratones royendo día y noche. Me asustaba mucho pensar que un día se cansarían de la madera y me roerían hasta descuartizarme; y para contrarrestar ese miedo me transportaba a otros mundos, otras épocas y a otros ambientes.

Como toda niña, soñaba con palacios y príncipes, caballos de siete colores ( como el del cuento del mismo nombre), paisajes exóticos y con viajes a países extraños con la esperanza de que algún día tendríamos una vida mejor. Si nos situamos en la actualidad diría que era una versión puertorriqueña de Belle ( protagonista de la película Beauty and the Beast). Obviamente, esos sueños de niña fueron volviéndose más reales y prácticos mientras fui creciendo; luego se fueron convirtiendo en metas y éstas se transformaron en aventuras para alcanzar esa vida que anhelaba. Como ha sugerido Nelson Mandela “Siempre parece imposible… hasta que se hace”.

Aventurarse a lo imposible hace que nuestros sueños más imposibles se cumplan. He escuchado a muchas personas decir que la vida es trabajo, sinsabores, sacrificio … Sin embargo, creo que tenemos que ver la vida como una aventura para poder ser valientes y vencer los retos y obstáculos que enfrentaremos; para poder perseverar cuando nos ataque el cansancio y la desilusión, y correspondientemente, lograr el éxito en todo aquello en que nos embarquemos.

El concepto de aventura se relaciona con una experiencia que conlleva ciertos riesgos y cuyo protagonista puede estar a merced de eventos inesperados, peligrosos y/o emocionantes. Las aventuras pueden comenzar de forma espontánea e involuntaria, sin que la persona las busque. En otros casos, el individuo inducirá una acción para tratar de vivir la aventura en cuestión, pero siempre están presentes el logro de un determinado objetivo y los obstáculos que atentan contra ello. De acuerdo a esta definición, considero que toda mi vida ha sido y ES (porque no me he muerto) una gran aventura. Esta gran aventura se divide en otras más pequeñas que pertenecen a cada etapa de la vida. Toda primera vez de cualquier experiencia es una aventura: el kindergarten, el séptimo grado, el primer novio, el primer beso, el primer viaje en avión, la primera relación sexual, el primer matrimonio, el primer hijo y la lista no se acaba. Planificadas o espontáneas, todas envuelven cierto riesgo, miedo, y emoción.

Gracias a la televisión la isla se me hizo pequeña y como Belle, quería experimentar otra vida, otra gente, otra cultura, así es que soñaba con estudiar en otro país, pero a la misma vez sentía un miedo atroz de lo que pudiera pasar. Lo más asequible que tenía era los Estados Unidos. ¡Lo intenté siete veces: en 1978, 1980, 1981, 1986, 1987, 1990 y 1992!

En el 1978 fui a Nueva York. Una prima de mi mamá vivía allí y me ofreció su casa en lo que me establecía. Duré un mes. Mi estadía coincidió con el asesinato de los independentistas en el Cerro Maravilla; una mezcla de rabia, dolor, angustia, culpa y vergüenza se apoderó de mí y tuve que regresar. Mi conciencia me gritaba: ¡Qué clase de patriota soy! También el miedo fue más grande que mi deseo de aventura. Cuando planificaba el viaje pensaba … ¡Qué mejor ciudad que Nueva York para lograr todo lo que deseo, pero salir de la zona de comfort no es tan fácil como creía! Luego, al estar en la isla, me avergonzaba por no a haber sido más fuerte.

La segunda vez fue en el 1980. Esta vez traté en California. Mi hermano Harry se acaba de graduar de ingeniero e inmediatamente lo contrataron para trabajar con el Departamento de la Defensa en Oxnard. Él había conocido a una muchacha en el avión que estudiaba en la Universidad de Southern California y le había comentado que necesitaban urgentemente una estudiante de maestría para que enseñara también. Mi hermano conocía de mis sueños así que le habló de mí y prontamente me contactaron. Me fui más rápido que ligero. No sé cuál me asustó más: Nueva York o Los Ángeles. La tierra temblaba todos los días y la contaminación me produjo una sinusitis severa. ¡Estoy atentando contra mi salud!, me dije y la aventura se quedó otra vez esperándome.

La tercera vez (1981) regresé a Oxnard con mi esposo quién había conocido allí, amigo de mi hermano y también ingeniero. Todo iba muy bien y creí que por fin lo lograría. A los tres meses de estar viviendo allí la “mala barriga” de mi primer embarazo y el que mi esposo y mi hermano tenían que irse a trabajar en un barco por seis meses me obligaron a volver. Mi esposo me dijo: “No te preocupes, es una mudanza temporera”. Cuando el barco paró en Ceiba, Puerto Rico, renunció y nos quedamos en nuestra Islita del Encanto.

En 1986 (cuarto intento) me casé por segunda vez y fui a vivir a Maryland ya que mi esposo estaba estacionado en la Base Andrews de la Fuerza Área. Mi hijo mayor tenía sólo cuatro años y medio. Un país diferente, idioma diferente, ambiente diferente y para el colmo, se separaba de mí por unas horas porque había comenzado el kindergarten. Muchos cambios que no podía entender. Una tarde, después de llegar de la escuela y comerse una merienda, lo puse a hacer su tarea y le llamé la atención porque estaba pintando algo fuera de la línea. Lo próximo que recuerdo es que lo llamaba y no me respondía. Lo busqué por todo el apartamiento y lo encontré escondido en un closet. Le pregunté qué hacía allí y contestó que estaba pensando… Pensando en qué, volví a preguntar. Lo que me dijo jamás lo olvidaré: “Mami, estoy pensando cómo me voy a matar”, respondió. Caí de rodillas y no sé de dónde saqué fuerzas para preguntarle cómo lo haría. Me comentó: Voy a buscar un cuchillo en la cocina y me lo voy a enterrar así; y lo dramatizó accionando una mano hacia su cuello. Pero por qué, le pregunté casi sin poder aguantar mi llanto. Mi papá ya no me quiere, la maestra no me quiere, los nenes en el salón no me quieren y ahora tú tampoco. Como podrán imaginar, por cuarta ocasión la aventura se quedó esperándome. Me arriesgué por quinta vez en el 1987 y volví a Maryland, pero quedé embarazada y adivinen qué…

No me podía dar por vencida, es algo que no está en mí y en 1990 traté por sexta vez. Ese verano vinieron a reclutar maestros para trabajar en la ciudad de Nueva York. ¡Esta es mi oportunidad!, exclamé cuando vi el anuncio en el periódico. Fui a la feria de empleo y me contrataron de inmediato. Dejé a mi hijo de nueve años y a mi hija, que tenía sólo dos, con mis padres en lo que me instauraba en la ciudad. Ninguno de los sentimientos anteriores se podía comparar con el dolor de estar lejos de mis hijos. Trabajé por un mes para comprar el pasaje de vuelta.

Dicen que el siete es el número de buena suerte y puedo dar testimonio de ello. En 1992 probé por séptima vez. Estudiaba el doctorado en la Universidad de Puerto Rico y mi sueño seguía latente. Un día asistí a una charla sobre una propuesta que tenía la Universidad de Arizona que se llamaba Proyecto 1,000. Este tenía como propósito ayudar a mil hispanos para que pudiesen estudiar en Estados Unidos. Habían descubierto en una investigación que una de las razones por las que los hispanos no eran aceptados en las universidades era porque no sabían cómo cumplimentar adecuadamente una solicitud ni escribir un ensayo influyente. La ayuda consistía en revisar todos los documentos requeridos al estudiante; y la oportunidad de solicitar, a través de ellos, hasta en diez universidades de las setenticinco que pertenecían al consorcio sin costo alguno. ¡Ahora sí es verdad!, me dije. ¡Lo que siempre había esperado! Por supuesto que solicité y logré que me entrevistaran cinco universidades. Cuatro me aceptaron, pero tenía que esperar dos años para comenzar a estudiar en tres de ellas. Indiana University me ofreció estudiar ese mismo año y no lo pensé dos veces. Terminé mi doctorado en el 1997 aunque todos pensaron que regresaría al mes como otras veces. Los años vividos allí fueron los más felices y emocionantes de mi vida, de la de mi esposo y de mis hijos.

Muchos me preguntan cómo lo logré con tres muchachos: uno de diez, una de cuatro y un bebo de sólo un año. Recuerdo que cuando llegaba diciembre y mayo prácticamente no dormíamos escribiendo los famosos research papers de las clases para luego seguir de corrido a enseñar mis dos clases y luego a tomar las clases de seis a diez de la noche. Gracias a mi madre, que siempre venía en nuestro auxilio. ¡No sé qué hubiéramos hecho sin ella! A todos les contestó que el plan de Dios es perfecto y que todo tiene su tiempo. Por muchos años pensé que mi vida sólo había sido un intento y no una aventura, pero estaba equivocada. Hace un tiempo descubrí, que aventurarse es arriesgarse a pesar de los peligros, atreverse a pesar del miedo, lanzarse sin pensarlo dos veces, decidirse, exponerse a pesar del qué dirán; emprender el camino sin mirar hacia atrás. Sobre todo, AVENTURARSE ES INTENTARLO.

 

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