Sororidad: Raíz universal de la hermandad femenina
Cuando una palabra se incrusta en nuestro hablar cotidiano, seguramente tiene mucha más trascendencia de la que imaginamos. Hablamos del vocablo “sororidad” que aún no ha sido incluido en el diccionario de la RAE pero que por su uso y costumbre es un concepto utilizado ampliamente alrededor del mundo. Su lexema tiene una raíz latina: “soror”, ‘hermana’ y que heredan el francés “soeur”, el italiano “sorella”, el alemán “schester” y el inglés “sister”. Por otro lado, el vocablo “hermana” que proviene también del latín “germanan” y que hereda el judeoespañol ‘ermana’, que proviene del concepto de ‘germen’, ‘gen’, ‘procrear’. Ambos conceptos se unen en este significado. La etimología lingüística siempre nos trae versiones interesantes del nacimiento de nuestras palabras. Sin embargo, en este vocablo SORORIDAD prevalece el concepto de la hermandad como un elemento femenino que implica unión entre las mujeres, fortaleza, complicidad y compasión.
No importa en qué círculo feminista se utilice, dentro de qué connotación socio política la encontremos, la verdad es que hablar de sororidad, es encumbrar un espectro diverso de una concentración femenina que nos remonta a nuestros instintos más primigenios. El concepto de las diosas y la fecundidad, esa fertilidad y conciencia de creación que implica el reconocimiento de las posibilidades creacionales de la mujer, nos retrotrae a un arquetipo eterno que convoca una cosmogonía poderosa. La mujer se iguala a los dioses porque ella es el vaso simbólico y colectivo de la vida. Porque en ella nacen y se fecundan los corazones de los seres humanos a los que les da la luz.
Me parece que el concepto lingüístico será muy difícil de pasar por alto, porque está enraizado en lo que significa la vitalidad femenina y nuestra capacidad y conciencia creadora. La sororidad se vincula y se afianza en esos lazos de sangre, en esas líneas ancestrales de un linaje mitocondrial que sigue vivo. Es un vocablo que se adhiere a los conceptos universales, es la multiplicación femenina de la diosa en su división exponencial. Es la cosmogonía metamorfoseada en genealogía, en amor y compasión, en solidaridad remota que se hereda en esos 23 cromosomas que nos deja nuestra madre. Hablar de sororidad es hablar de la mujer y sus poderes. Es definir a la mujer y su inteligencia, es implicar sus luchas y combates contra una misoginia vacunada y alterada, por un prejuicio sexista inoculado por el dolor patriarcal y la maldad de un ego limitado del macho, de un falocentrismo absurdo y cerrado en su historia.
Las mujeres siempre pertenecemos a este clan poderoso y femenino, a este clan de hermanas que podemos reconocer en nuestro propio rostro, en nuestros cuerpos, como un espejo de tiempos infinitos. No importa de qué sector, tendencia o espectro de colores, raza, sociedad; no importa en qué rango de sexualidad se proyecte ni de sus gustos o inclinaciones sexuales o sensuales. La mujer heterosexual u homosexual es la semilla poderosa de su propio nacimiento. Es el reflejo kármico del universo en gestación y poder de lucha, y habitan en ella la hermandad alquímica, la solidaridad de la tribu moderna, la compasión ancestral, el amor genético, el empoderamiento cuántico de una pasión por el prójimo, la complicidad sexual ante las adversidades causales… El amor y la libertad en su más pura versión.
Por eso no es raro ver que en este planeta aún sobreviven en sororidad mujeres poliándricas como las que conviven en comunidades nómadas saharianas, y que abiertamente practican la libertad sexual y la elección de sus esposos. Otras, como las de la comunidad Mosuo en Tibet que tienen una sociedad matriarcal en la que el hombre se ve únicamente como procreador alterno que da su semilla a la mujer. Estas mujeres optan por tener sus hijos de diversos espermas y la función del varón es simplemente para la satisfacción o utilidad de ellas. Así mismo, vemos el matriarcado de las Samburu, o el de las Khasi, las Jaintia o las Garo, en la India, mujeres con poder y matriarcado, dueñas de sus tierras en las que son sus hijas, las herederas de ese legado femenino, social y económico. Así mismo, en Sumatra cohabitan unas mujeres de sociedad matriarcal, en Kenia las de Umoja prohíben la entrada de hombres en sus núcleos sociales y en Costa Rica las Bribri tienen a sus madres por líderes en sus grupos. Así hay otros clanes, tribus femeninas de mujeres que han impuesto una tradición acorde con su linaje genético. Se defienden y se protegen. Sea cual sea la razón que dio inicio a cada una de estas costumbres, la verdad es que están cimentadas en una alianza femenina, en una conciencia de genealogía sanguínea, en una herencia mitocondrial y biológica que subyace y supera todo entendimiento.
Pero todo esto es fácil de entender, los arquetipos no se forjan al vacío. Todo lo ancestral tiene un antecedente biológico y orgánico antes de ser comprendido por la ciencia. Esta femineidad está tatuada en nuestra sangre. Y esto es la biología humana. Nos brota de adentro, emana de los resquicios más escondidos de nuestra genética. La ciencia de hoy ya puede evidenciar que el cerebro de la mujer es distinto que el del hombre. ¿Nos podría llevar esto a hablar quizás de una “neurología femenina”? Las diferencias están en que el lóbulo frontal es más grande en la mujer, y ésta es el área que se encarga de la toma de decisiones. También en la presencia de hormonas diferentes; en una corteza límbica más grande que la del hombre que regula mejor las emociones, y un hipocampo de mayor tamaño para una memoria a corto plazo más poderosa. Si biológicamente estamos viendo que el ente femenino orgánico tiene una organización cerebral distinta, y que la estructura de sus hemisferios difiere a la del hombre, no es de extrañarnos que así mismo, los ingredientes del amor, sus monoaminas, niveles de dopamina, de norepinefrina, y serotonina, pudieran darse de una forma distinta en la mujer. Estos factores irán determinando la conducta, esa solidaridad inherente en nuestro ser, que se refleja en la consistencia y en la insistencia del amor, de esa fuerza irreverente de la hermandad de la mujer, en la fidelidad y la proximia, y en el resultado social y conductual que florecen del parto de la amistad. Así también, los niveles de la oxitocina y la vasopresina serán distintos… Y todo esto solidifica sus relaciones de hermandad. Ese amor fundamentado en sus orígenes plasma el nacimiento de un eterno femenino, de un nacimiento de compasión ante la adversidad, de una complicidad basada en la sangre, en la genética, en la mensis lunar que nos convoca en rito existencial, que nos amarra con ese cordón umbilical celestial y nos entreteje eternidades.
Esa es la sororidad inherente que habita y cohabita en la mujer. Nada surge del vacío. Nos escribimos con sangre, desde la sangre y para la sangre. Nos determina el universo y su concepción, nuestro vientre es cosmogonía sagrada y nuestra mente un universo de pasión y orden que precede al falo, que reafirma, y firma la escritura, la mano de la hermana, la mujer que antecede, la que viene y la que será.
La sororidad es algo mucho más fuerte. Y aunque el hombre quiera silenciar el vocablo so-ro-ri-dad, en su eco habitan la sangre que mancha, marca, fluye, nace, determina y nunca se detiene. La mujer es y será la madre, la hija, la abuela, la amante, la tía, la bruja, la alcahueta, la curandera, la partera, la lactante, la proveedora, la diosa; será siempre la hermana y su tinta sabrá tatuar en asíntotas la historia, hasta el fin de los tiempos.
Zoé Jiménez Corretjer, PhD Catedrática de Humanidades Universidad de Puerto Rico en Humacao Twitter: @zoe_escritora