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Sola en mi urbanización


¿Has contado cuántos balaustres tiene el balcón de la vecina? ¿Sabes si el vecino usa la misma chaqueta varias veces a la semana? ¿Y en cuál casa vive el perro que no te deja dormir porque arranca a ladrar antes de que el gallo cante?

Me divorcié hace casi tres años. Vivía con mi esposo en esta casa durante más de dos de ellos y no conocía a casi ningún vecino excepto por sus caras o carros. Con el trabajo, las cosas de la casa y los nenes no me quedaba tiempo para mucho. Parece que a los vecinos les pasaba igual, porque nunca vino alguno a saludarme ni siquiera en la calle.

No fue hasta casi un año después del divorcio que me encontré con la vecina de dos casas más arriba que me preguntó cómo estaba. Me sorprendió porque me llamó por mi nombre. Me dijo que lo sabía porque el cartero es su amigo y una vez le dejó por equivocación una carta mía. También porque perteneció a la junta de la urbanización y ellos conocen a casi todo el mundo.

Estuvimos hablando largo rato y me contó algo de cada uno de los vecinos de nuestra calle. Nada de chismes, solo cosas interesantes sobre su vida comunitaria, familias, trabajos y asuntos así. Después de ese día nos veíamos casi todas las tardes cuando salía a hacer ejercicio por la urbanización. Un par de meses después caí en cuenta de que ella siempre estuvo ahí, de que el perro ladrador vivía 4 casas más arriba (¡No sé cómo los vecinos más cercanos duermen!), que la casa de la vecina del frente tiene 16 balaustres y que no son realmente feos porque los puso su mamá cuando la remodeló hace casi 30 años; y que el vecino tiene más chaquetas que Men’s Club porque no le veo repetir una en todo el mes.

Esos descubrimientos me llevaron a entender algo que ni siquiera me había pasado por la mente antes: esta gente que vive cerca de mí es como yo. Trabajan o se jubilaron, tienen hijos y nietos, padres y madres, ven películas en Netflix y muchas cosas más. Siempre estuvieron ahí y yo, la chica nueva en el vecindario, no me molesté por conocerles antes. Epifanía en mano, me decidí a conocer a cuanto vecino pudiera. Hay in doncito cascarrabias en la otra calle, pero tampoco es mucha amenaza.

Mi experiencia ha sido enriquecedora por demás. He aprendido tantas cosas nuevas y conocido tanta gente magnífica que no sé como pude vivir tan enajenada por tanto tiempo. Cinco mujeres formamos una especie de club para hablar de asuntos interesantes los viernes en la noche (ok, además de hablar hacemos magia con unas cuantas botellas de vino) y hasta nos hemos puesto de acuerdo para hacer algunas cosas de ayuda comunitaria en el pueblo. Hemos apoyado a una vecina que tenía problemas de violencia doméstica, logramos que el perrito fuera entrenado para no ladrar en las noches (resulta que hay un pito que suena y molesta al perro si ladra y que al par de meses ya ni el pito hacía falta) y estamos planificando la primera fiesta de navidad de la calle en más de 10 años.

Me divorcié hace casi tres años y estaba loca por vender la casa y mudarme de este vecindario de extraños. No conseguí alguien que la comprara ni por debajo del precio de tasación. Me sentía sola. Pero los males no eran de mi casa o de mi vecindario. Era yo quien no me había dado la oportunidad de conocer y hacer comunidad.

Hoy me tendrían que pagar una fortuna para vender la casa. Le he cogido cariño al perrito ladrador y tengo más cosas que hacer de las que me sobra tiempo con los vecinos. Pasan largos trechos de tiempo si pensar en el divorcio o en la necesidad de tener otra pareja. Me estoy disfrutando más el tiempo con mis hijos y cuando su papá se los lleva me largo pa’ las casas de vecinas o las invito a la mía a pasarla bien.

No fui yo quien le habló a la vecina, fue ella. Le agradezco mucho que lo hiciera, porque ese pequeño gesto cambió mi vida. Ya he cambiado la forma de pensar de algunas amigas que pasaban por lo mismo, aunque han tenido que ser ellas quien comiencen a conocer a sus vecinas. Hasta ahora ninguna de las que lo han hecho se ha arrepentido. Y lo que pasa es que somos seres comunitarios, no nacimos para estar solas o con una pareja e hijos en una sola casa. Somos para estar en grupos, para hablar, reír, solidarizarnos y compenetrarnos.

 

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