Reinventarse es sólo cosa de Madonna
Hasta hace no mucho tiempo atrás, asociaba el concepto de reinvención con la cultura pop. La única información que había recibido acerca de personas que habían cambiado su vida o logrado virar la percepción que los demás tenían de ellos, provenían del mundo de la música o de Hollywood. Los cientos de estilos de Madonna, siempre cambiante y siempre vigente, por ejemplo, son la primera idea que se me venía a la cabeza cuando pensaba en la reinvención. Inmediatamente después, pensaba en algún actor o actriz caído en desgracia que había logrado recuperar su carrera, consiguiendo un rol protagónico en alguna película taquillera.
Jamás se me había ocurrido que el proceso de reinvención fuera una alternativa viable para los simples mortales. Las personas que no tienen profesiones de alta exposición o un estilo de vida glamoroso. Y como el hábito de la pregunta una vez instaurado es implacable, me pregunto: ¿por qué antes era incapaz de asociar mi propio camino de vida a este concepto?
En mi caso, una mujer argentina y blanca de clase media, el futuro se planteaba claro y simple: crecer y estudiar, siempre estudiar (es nuestra responsabilidad y privilegio en un país donde la educación es gratuita), ir a la universidad y en lo posible, seguir una vocación, hacer lo que realmente me gustara. Formar una pareja, una familia, procurarme una vivienda y un trabajo estable y seguro.
En apariencia la premisa es sensata y hasta amable. Nunca me obligaron a elegir una profesión que no me agradara. Además, ¿quién no quiere ser amado, tener ingresos garantizados y poseer su propia casa?
El problema se instala entre las rendijas entonces. En esos espacios que quedan entre lo que se supone que uno debe hacer y lo que uno siente en realidad. En las faltas de sincronicidad de la vida. Cuando en teoría tenemos que hacer elecciones fundamentales, como la de profesión o de pareja, por ejemplo, y no tenemos ni la más pálida idea de quiénes somos o qué queremos en primer lugar. El problema incluso, se esconde atrás de un discurso adquirido, de unos deseos adoptados y más de una vez, no se deja ver hasta que es demasiado tarde. La decisión ya está tomada y la realidad no tarda en caer con todo el peso de su amargura para mostrarnos que lo que creíamos desear no era tan deseado, que lo que pensábamos tal vez, no era un acierto.
Me resulta muy simple ahora entender por qué era incapaz de asociar el concepto de la reinvención a mi propia experiencia en este mundo. La manera en la que me enseñaron a entender la vida era una sola: un trayecto rígido, con pocas paradas de reflexión, cero espacios para la intuición y muchas decisiones irrevocables, que tenía un principio, un desarrollo y un final completamente predecibles. En mi afán de mirar siempre hacia adelante, nunca me detuve a contemplar ninguna alternativa. Por eso para mí, la reinvención era territorio de seres irreales e inalcanzables.
No culpo a nadie por transmitirme esta manera de entender la vida, después de todo, es sólo una construcción colectiva consecuencia de una sociedad sobreviviente de muchas desgracias. Guerras, dictaduras, crisis económicas y políticas consecutivas. No es de extrañar que los argentinos en particular y los latinoamericanos en general, deseen tener una vida segura y feliz.
También entiendo que, para las mujeres, el panorama de vida es todavía más rígido en cuanto a metas que alcanzar. La maternidad y la pareja aparecen con fuerza en el discurso patriarcal como lugares de realización personal. Este discurso se multiplica en películas románticas, series, telenovelas, familiares, amigas y amigos, compañeros de trabajo y hasta alguna vecina entrometida que cada dos por tres te pregunta si tienes novio.
En este panorama, peguntarse si es posible vivir la vida que soñamos… No, me corrijo: animarse a soñar una vida diferente, requiere de valentía y determinación. Valentía para ir por la vida haciendo algo completamente diferente a lo que hace la mayoría. Determinación para ejercitar la creatividad, atrofiada bajo el peso de años de mandatos, que en última instancia es la única que nos va a permitir visualizar posibilidades nuevas.
En lo personal, como mujer argentina blanca de clase media, nací con más privilegios que desventajas. Vivo una vida cómoda y feliz, no obstante, el no sentirme alineada con esta manera de comprender la vida, tan predecible, me trajo un gran dolor, que por mucho tiempo fui incapaz de nombrar o entender.
Sin embargo, encuentro consuelo en un simple cambio de perspectiva. Si decido entender la vida como una serie de reinvenciones, como si yo fuera igual a la camaleónica Madonna, siempre distinta y siempre inconfundiblemente ella misma, de repente la vida no es una, sino muchas. Las alternativas se abren como un abanico y mis decisiones de pronto no son irrevocables. Si elijo no preocuparme por lo que piensen los demás con respecto a un cambio de profesión, por ejemplo, sin proponérmelo casi, soy más libre que antes. Es más, esta perspectiva me genera entusiasmo, expectativa por lo que elecciones distintas y nuevas puedan traer a mi vida. También vienen preguntas nuevas: ¿cómo seré dentro de cinco años? ¿Dentro de diez, de veinte o de treinta?
Espero que completamente diferente e inconfundiblemente yo misma.