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Dar el salto

Esta historia es una mezcla de haber tenido suerte, fe y apoyo. En octubre de 2017, luego del Huracán María, tomamos la decisión de mudarnos fuera de Puerto Rico. Nuestra hija tenía tres años y vivíamos como todos los demás puertorriqueños en ese momento: a oscuras, con una planta eléctrica para mantener la nevera funcionando y con la incertidumbre de conseguir gasolina para la planta y para los vehículos. Mi esposo solicitó un trabajo federal. “Tomará mucho tiempo”, le dije, “esos procesos son bien largos”. Sabíamos que estábamos apostando casi a lo imposible. Era sumamente competitivo entrar a esa agencia y los procesos eran muy rigurosos. De ser reclutado, tendría que pasar casi cinco meses fuera de nuestra casa en un adiestramiento en Georgia.

En efecto, el proceso fue larguísimo y súper riguroso. No fue hasta junio de 2018 que finalmente recibió la llamada en la que le pedían que escogiera en dónde quería trabajar. Las opciones no eran alentadoras. Muchas de las ciudades en la lista eran ciudades pequeñas donde yo no encontraría trabajo fácilmente. Las ciudades que nos interesaban y aquellas que quedan cerca de nuestras familias en Puerto Rico no estaban disponibles. Mi esposo luchó por El Paso, Texas, aún cuando esa ciudad no estaba en la lista. Era lo mejor que podíamos hacer, considerando las opciones. Mi mayor preocupación era que yo aun no tenía trabajo. Soy abogada de profesión, pero llevaba ocho años fuera de los tribunales, en un rol administrativo. No iba a ser fácil pero mi determinación era enorme.

En julio, solicité una plaza en un bufete de inmigración. No solo era un área del derecho que yo podía ejercer sin tener la licencia del estado de Texas, sino que tenía el llamado en mi corazón desde hacía mucho tiempo, de aportar y ayudar a otros de alguna manera. Esta era la oportunidad perfecta, pero dudaba que, ante mi falta de experiencia en esta práctica, me dieran la oportunidad. Sin embargo, la oportunidad fue ofrecida y acepté el reto.

El 8 de agosto de 2018 nos fuimos de Puerto Rico y llegamos a El Paso con una niña de cuatro años. Vivimos cinco días en un hotel en lo que conseguíamos apartamento. El 15 de agosto comencé a trabajar en el bufete. Yo no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. No conocía la materia, así que no había manera de que yo supiera con lo que me iba a encontrar: un mundo profesional completamente diferente; un mundo del derecho ajeno por demás a mis conocimientos y experiencias. El reto era enorme y no había espacio para fracasar en este intento. Como dicen los Americanos, era “do or die”.

El 7 de septiembre, mi esposo se fue a Georgia para su entrenamiento. Estaría fuera de nuestra casa durante casi cinco meses. Yo parecía una gallina sin cabeza los primeros días, ante la falta de tener con quién dividirme las tareas del hogar y del cuido de nuestra hija, Paula del Mar. Me preocupaba quedarme sola con ella. Paula es hiperactiva y necesita atención constante. No estaba segura si yo podría cumplir con todas las exigencias de ser una madre sola durante ese período, pero no tenía opción. Ya estábamos en El Paso, ya yo tenía trabajo y ya Omar se había ido a su entrenamiento. De aquí en adelante solo nos quedaba “halar la carreta”, como decía mi abuela, Gloria.

Durante todo este tiempo, he aprendido muchísimo de inmigración, el área del derecho en el que ahora me desempeño. De hecho, me moví del bufete a una organización sin fines de lucro que brinda ayuda a inmigrantes de bajos recursos. Mi satisfacción profesional, a diferencia de cuando estaba en Puerto Rico, está por las nubes. Me entristece reconocer que se me han dado en El Paso las oportunidades que Puerto Rico me negó. Mi rol como madre también ha ido cayendo poco a poco en su lugar. Tenemos rutina y eso nos ayuda a poder realizar todas las tareas del hogar, así como la crianza. Aún así, no lo niego, no trato de tapar el sol con la mano, necesito a mi esposo. Este proyecto necesita de su presencia. Lo extraño todos los días pero la separación ha sido buena. Sí, buena. Antes de que él se fuera a su entrenamiento, nuestra relación era buena y teníamos una división saludable y equitativa de las tareas. Sin embargo, el nivel de respeto que ahora tengo por él es otro. Igual le sucede a él conmigo. Reconozco su esfuerzo en aprobar cada examen, cada prueba. Entiendo lo que él está haciendo. Aún en la distancia, estamos hacienda vida.

Irme de Puerto Rico me ha dado una perspectiva nueva. En la distancia, siento el dolor de los puertorriqueños por los actos de violencia que se están suscitando. Sufro con cada noticia pero me vivo cada logro también. Moverme fuera de mi Isla no era el plan original. Jamás pensé que algún día pasaría las Navidades lejos de mi Isla y de mis seres queridos; mucho menos que me comería un tamal en lugar de un pastel. Pero así fue. Si no llega a ser porque mi hermana me envió pasteles por correo, me quedaba sin probar la delicia boricua. ¡Cuánto los añoraba!

Mi historia no es de resiliencia, es de determinación y valor. Mudar a una familia de Puerto Rico hacia tierra extraña requiere de ambos. Dejar atrás a Puerto Rico implicó dejar a atrás los sueños para que mi hija se criara como yo me crié: entre primos, corriendo bicicleta y patines con mis vecinos en el parque, celebrando cumpleaños y graduaciones. Requirió que reinventara mis sueños.

 

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