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María, la historia se repite

Aunque digan que con la boca es un mamey, les puedo decir que sentí tanta agonía como el que se sentó en su casa a esperar el azote del huracán. Pues sólo falta tener inteligencia básica para entender los conceptos de magnitud, vientos sostenidos y ráfagas. Términos que muchos jóvenes nunca habían pronunciado con tanta fluidez como ahora. Ya que hemos involuntariamente aprendido la morfología de un huracán y su devastador potencial. Se aprendió también y de la peor manera la incertidumbre de los modelos existentes. El más y el que menos sabe que estos sistemas responden a múltiples factores y juegan con nuestros nervios implacablemente hasta el último segundo. Así que sin deseos de revivir la horrible odisea que hemos vivido y de la cual nos estaremos recuperando por largo tiempo, les quiero compartir algunas experiencias que le serán familiares y otras que les acercarán a nuestros antepasados. Pues lo que estamos viviendo no es la primera vez que se vive ni es la primera vez que nos levantamos.

También dirán que tengo más leche que un palo de pana por no haber vivido el huracán en casa, pensando quizás que nunca tendré idea de lo que han vivido. Pero la verdad es que no fue premeditado, ya tenía el pasaje hacía varias semanas. Además, aunque muchos no saben, yo me crie en una finca donde se vivían huracanes aun fuera de temporada, sé lo que es vivir sin luz ni agua pues perdíamos el servicio con mucha frecuencia. Habíamos aprendido a vivir con la fragilidad del sistema que nos suplía y a aprovechar el agua de lluvia al máximo. De ahí aprendí a bañarme, lavarme el pelo y hasta afeitarme las piernas con un solo galón de agua. Una técnica que me acompañó en muchos campings y ahora me habría venido de oro. En la casa teníamos quinques por todos lados lo que nos liberaba de la dependencia a las baterías, pues un galón de gas duraba una eternidad y siempre se tenía a mano. También teníamos juegos de mesa que nos entretenían y divertían durante los tiempos “difíciles”. Como en mi casa nunca hubo escrines, me acostumbré a dormir con mosquitero y con el zumbido de los que buscaban acceso. Así me crie, sin saber lo que era el aburrimiento por luz ni el sufrimiento por agua. Pero eran tiempos diferentes, uno no sufría por celular, cable o internet pues no se tenía y nadie extraña lo que nunca ha tenido. Nadie vivía el horror de la falta de comunicación como ahora y como lo vivimos con María al no saber de los nuestros. Nos hemos acostumbrado demasiado a la comunicación instantánea, a los posts y al Facebook.

Aún desde la comodidad de donde estaba, sentía el desasosiego e impotencia de ver la destrucción del país como si mi cuerpo estuviera allí y mi corazón se rompiera en mil pedazos. Sabiendo que el huracán María sería mi infancia multiplicada por diez y la realidad de mis antepasados. Porque en el campo aún quedaban los rastros de antaño, se aprendió de nuestras abuelas, tías abuelas y bisabuelas. Ellas habían crecido en la necesidad de un eterno huracán categoría 5. En esos tiempos se cocinaba a leña y realmente no se dependía de productos refrigerados. Sí se comía carne era en fines de semana y se comía primero pues al primer rastro de un visitante te lo quitaban del plato. Se comían grandes cantidades de frutas y verduras todas cultivadas en la finca, todas orgánicas y sólo al precio del cultivo. En esos tiempos la obesidad no era un problema, se trabajaba mucho y se comía poco. Pero esos cuasi vegetarianos levantaron el país, lo construyeron. Eran los jíbaros los carreteros que casi sin recursos construyeron las carreteras que aún hoy día usamos para irnos a chichorrear. Seguían el paso de las reses y de los caminantes de esos tiempos para conectar comunidades, como se ha hecho hoy día. Se trabajaba de sol a sol y se acostaba al caer la noche. Se apreciaba el silencio y se vivía en sincronía con la naturaleza. Lo que hoy con el paso de María nos llega a la mala, por boca y nariz. Pero no sin antes cubrirnos en las noches con sus cielos estrellados, brindándonos así un hilo de esperanza.

La sensibilidad es algo que aún no se ha perdido y hay una infinidad de personas ayudando al necesitado, protegiendo a los animales sin hogar y hasta las abejas, como perfecto reflejo de nuestra humanidad heredada. Entidades privadas, sin fines de lucro o religiosas, artistas, atletas, clubes y de todo tipo de personas desbordándose de generosidad, dando la mano. Y es que no nos debe sorprender, así somos, aunque se nos haya olvidado. Yo aún recuerdo como mi abuela en vez de botar las frutas dañadas se las ponía a los pajaritos y ellos la deleitaban con su presencia. Tampoco se tumbaban de los arboles las que estaban pasadas pues se les dejaban a ellos. Era un entendimiento silencioso, se les dejaba alimento y ellos a nosotros también. Ella, al igual que nosotros recogía agua de lluvia y la usaba para muchas tareas como tantos están haciendo en plena modernidad por necesidad. Pero que muy bien podría integrarse a nuestro diario vivir.

Ella vivió en tiempos diferentes y unos muy duros, la muerte era una franca realidad y se aprendía a vivir con ella. También se aprendía de ellas, pues las abuelas las utilizaban como historias para educar los niños. No se escondía como se ha venido haciendo ahora como quien esconde su impotencia, la realidad es que la mayoría de ellas tienen que ver más con vulnerabilidad que con otra cosa. Pues si carecemos de nuestras necesidades básicas y estas atentan contra nuestra salud y bienestar no hace falta un huracán para quitarnos la vida. Se muere cualquiera por la inacción en cualquier lugar y en cualquier momento. Digo, habrá lo que no se pueda prevenir, pero ciertamente dentro de lo posible hay que trabajar de una manera organizada y estructurada para minimizar las fatalidades. Toda vida vale y mucho.

Mi mamá me cuenta que en su niñez los niños jugaban en la finca y en la calle, como los gatos cualquier cosa los entretenía. Una lata, una caja y unas cuantas tapas de botellas eran suficientes materiales para construir algo, casi nada era del estante de alguna tienda. Pero eran felices y no debe sorprender pues la felicidad de un niño no depende de una tableta o una consola para jugar sino de sentirse amado, protegido y tener con quien jugar. Nada relacionado a la electricidad o algún costoso aparato y de eso está plagado el Facebook. Se ven los niños jugando peregrinas, pote, de esconder y de todo cuanto se acuerdan sus padres. También los he visto colaborar en la limpieza de carreteras y patios. Aprendiendo lo que es vivir en comunidad, algo que solo algunos afortunados han aprendido de padres visionarios pero que el huracán ha venido a dejar como un legado. Pues estos niños jamás olvidaran lo que han vivido y aprendido.

Nuestros ancestros crearon la diáspora boricua, hermanos y familiares salían despavoridos buscando una mejor vida. A sabiendas que en el norte ya no se vivía igual, que el progreso en la isla era imperceptible y el trabajo difícil de encontrar. Muchas familias se destruyeron y aunque muchos quisieron nunca pudieron regresar. Pero la mayoría se quedó y con su esfuerzo construyeron el Puerto Rico de hoy. En esos tiempos tampoco se esperaba por ayudas gubernamentales pues no existían y el gobierno central era un pequeño ente, que aún no sufría de obesidad mórbida. La ayuda venía de la familia y de los vecinos. Se mataba un puerco y a todos le tocaba un pedazo. Cada cual tenía su especialidad y se complementaba con la de los demás. Todos aportaban al progreso y bienestar de su comunidad. Desgraciadamente la historia se repite y una vez más el futuro es incierto. Muchos se han tenido que ir, no les quedó otra. Tomar sus pertenencias, secarse las lágrimas y jurarse un pronto regreso. A los demás nos toca de nuevo la reconstrucción del país y como antes venceremos de eso no debe caber duda, lo heredamos de nuestros antepasados.

Quien vive todo eso aprende a vivir con lo mínimo al son que se les toque. Nuestras generaciones y las más jóvenes todavía no habíamos vivido la necesidad de nuestros antepasados. No habíamos desarrollado esas destrezas, nunca nos prepararon. Nuestros padres y abuelos no querían que las viviéramos, aunque fuera en la teoría. Pero como dicen en el campo, a cada lechón le toca su navidad y a nosotros nos tocó el sistema de los 100 años. Aún teniendo a Ada Monzón previniéndonos no había manera de prepararse para un huracán de esta magnitud. La infraestructura no estaba diseñada para ese animal y ni el pobre construyó para vientos de esa fuerza. La vegetación tampoco aguantó, tanto la caoba como el guayacán cayeron ante las fuertes ráfagas. En cuanto a los ríos y quebradas no había manera que pudieran manejar las escorrentías. María entró y se llevó todo a su paso, dejándonos atontados y desprotegidos. Viviendo la larga espera del restablecimiento de nuestra red de comunicaciones, agua, luz y los susodichos toldos de FEMA. Los que vienen a teñirnos el paisaje inexistente con su azul añil.

Aunque no tengo duda que habrá el que el huracán le cogió con los calzones abajo y sufrió las consecuencias de su ignorancia, y habrá quien lo hizo todo y aun así no le quedó nada. El que de su balcón vea los destrozos del vecino y en la necesidad se sienta bendecido. Estará el que anda ayudando al prójimo, aunque esté en las mismas. Como también habrá el que se quiera lucrar de la situación o vea con recelo a todos los que se saborean un delicioso arroz con salchichas o una raja de pan con jamón pica’o, en comunidad y unidos. Las perspectivas cambian, los mañosos descubren nuevos sabores y los orgullosos se enjuagan el ego con jugo en polvo. Este tipo de eventos saca a la superficie lo peor y lo mejor de las personas, como me dijo una amiga recientemente. Así es la vida.

No puedo decir que en el exilio sufrí igual porque no es posible. Pero de que sufrí la agonía de no saber de los míos al ver por la prensa la destrucción del país, sí y mucho. Sin contar la perdida de mis seres queridos nunca había sentido una pena tan fuerte. Todos eran familia y amigos, celebré cada notificación de estamos bien en Facebook. Hasta de gente que no pertenece a mi círculo de amistades. Cada vida valía por diez pues uno se hacía de la idea que por lo menos en ese sector habían sobrevivido. Así se vivió esto y lo seguimos viviendo cada vez que descubren una nueva comunidad en necesidad. Puertorriqueños alrededor del mundo llorando las mismas lágrimas y con la misma plegaria, que estén todos bien. Se han unido para brindar la ayuda humanitaria que tanto necesitamos, pero no vale si nosotros como pueblo no nos sacudimos la pena y nos echamos a trabajar por el bien común. Ya muchos han organizado iniciativas comunitarias que muy bien podrían establecerse como medidas a seguir en eventos catastróficos. Pero falta mucho por hacer.

Nuestros antepasados ya lo sobrevivieron y nosotros podemos también. No hay razón para dudar, el boricua es la changa.

 

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